Shirley J. Nicholson – EE. UU
Hay una paz que trasciende el conocimiento.
Mora en el corazón de aquellos que viven en lo eterno.
Vivimos en un mundo ilusorio. Las montañas, los edificios, los árboles y las flores, incluso nuestro propio cuerpo, parecen tener sustancia y ser reales. Sin embargo, el Antiguo Testamento nos enseña que no lo son. Son maya, ilusión creada por la cualidad de nuestra mente que convierte una fantasmagoría fluctuante en objetos aparentemente sólidos y duraderos. La física descubrió que lo que parece sólido se basa en una realidad de partículas de electricidad inimaginablemente pequeñas en constante movimiento. Pero la ilusión va más allá de los simples objetos físicos. El yo familiar, que tan bien conocemos, es también una ilusión. Nos sorprende oír decir que nuestra mente tiene este poder, aparentemente mágico, de crearse un yo. Y, sin embargo, los sabios de la historia han dicho que la sensación que tenemos de ser un yo separado e independiente no es válida en última instancia. Nuestra mente fabrica un yo con aficiones y aversiones individuales, con opiniones particulares, con toda una base de información y todo ello nos convierte en el individuo que se ve y que creemos ser.
Un mundo ilusorio
La verdad es que en el fondo somos un campo de conciencia pura. Nuestra variada experiencia y percepción ordinaria colorea esta conciencia básicamente incolora. Nuestra mente condicionada nos lleva a creer que nuestra experiencia sensorial y la experiencia de nuestros pensamientos y emociones le ocurren a un yo consistente y estable. Pero la introspección no captura ese yo constante e independiente. Podemos experimentar solamente el flujo de los pensamientos, sentimientos y percepciones cambiantes. Lo que llamamos nuestra personalidad forma parte de la fantasmagoría en la cual vivimos. No podemos fijar un yo permanente en la corriente.
Pero los sabios de toda la historia han testimoniado algo permanente, inmutable y Real, aunque sutil y difícil de percibir. Podríamos vislumbrarlo en la paz interna, cuando la mente y las emociones están en un gran silencio. O podríamos percibirlo cuando miramos algo profundamente. Una rosa es algo real para nuestros sentidos, sus colores brillantes, su fragancia, incluso el dolor que las espinas pueden ocasionarnos. Pero sabemos que es un fenómeno pasajero. Los pétalos se marchitarán y caerán. Su fragancia se convertirá en el olor de la descomposición. Y sin embargo, hay algo eterno en la rosa. La armonía de su forma, sus contornos y colores, representa una belleza que resuena profundamente dentro de nosotros. Incluso una maravillosa obra de arte, como la enorme estatua del David de Miguel Angel, nos sobrecoge porque percibimos un arquetipo eterno capturado en la piedra.
Estas experiencias son momentáneas y sutiles. Sin embargo, hay una manera de vivir que nos lleva a vivir en un estado en el que lo eterno es la base constante de nuestra conciencia. Esta experiencia la acabaremos teniendo todos. Empieza con el desarrollo de dos cualidades que se mencionan en La Voz del Silencio y que numerosas tradiciones reconocen como esenciales para la iluminación: viveka, la sabiduría del discernimiento, y vairagya, el desapego hacia lo irreal.
Viveka es la capacidad de discernir entre lo Real y lo irreal, de sentir la esencia de las cosas, que se halla en el interior de la forma externa. A los pies del Maestro, el librito de instrucciones que le dio un Maestro a Krishnamurti cuando era joven, nos dice que hemos de aprender a discernir el Dios que está en cada uno y en todas las cosas. Annie Besant, en su famosa invocación, habla de la “vida oculta que vibra en cada átomo”. La referencia del Maestro a “Dios” y la “vida oculta” de Besant en los átomos no son sino una expresión de lo Real, de lo eterno.
Si examinamos honestamente las cosas que queremos, veremos que la mayoría de ellas alimentan nuestro ego, nuestro sentido de ser un individuo separado, nuestro falso ego. Estas cosas tienen poco valor en el contexto más amplio de la vida. A medida que nuestra visión es cada vez más profunda, el deseo de cosas superficiales e impermanentes va quedando de lado, y nos sentimos atraídos por valores eternos como el amor puro que no incrementa nuestro sentido del yo.
Viveka, el verdadero discernimiento, es la base para liberarnos de lo irreal y para establecernos en lo Real. Vairagya, el desapego de las cosas mundanas, sostiene y fomenta a viveka. Desapego no significa indiferencia, ni frialdad, ni despreocupación. Más bien revela el verdadero valor de cada acontecimiento en el esquema más amplio de las cosas. No implica retirarse de una vida activa sino vivir activamente en el mundo sin estar apegado a él.
Viveka y vairagya juntas pueden llevarnos a ese lugar de paz que trasciende el conocimiento donde no nos vemos sacudidos por los hechos que pasan. Nos quedamos asentados en la conciencia pura, anclados siempre en la Realidad fundamental que se encuentra detrás del torbellino de la vida. Aprendemos a vivir en lo eterno, en lo Real.
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